India: viaje de viajes por
David Blanco
Artículo
publicado en la revista Easy 2005
La India es, por
excelencia, el país de los viajes: del viaje exterior, del viaje interior,
del viaje iniciático. Pero si uno llega
al sub-continente con una imagen premeditada de que allá se encontrará con
bellas postales del misticismo que suelen vendernos incluso las compañías de
viaje más “alternativas”, se verá completamente defraudado. La India es, de primeras,
caos, contaminación, estruendoso ruido, miseria galopante, desasosiego
consumista. Con el deambular de los días el viajero paciente puede ir
descubriendo otras capas de esta miscelánea cebolla, como el juego de muñecas
chinas, pasando de un “mundo” a otro
hasta encontrar, si el destino y la fortuna lo permiten, “diferentes
realidades”.
La máxima picassiana del
“yo no busco, encuentro” es, quizás, la consigna más provechosa para el
viajero, el turista y el propio Indio que presupongan recorrer estas tierras.
Nada más detenerse en cualquier sitio para que el vertiginoso fluir de todo
tipo de estímulos nos haga caer en un trance de colores, olores, sonidos
varios, provocándonos el éxtasis o la perplejidad, la maravilla o la náusea.
Los experimentados viajeros coinciden en que si la India te acepta o no se
confirma a los diez días de tu llegada: quien aguanta ese tiempo, regresará
irremediablemente. La India engancha o rechaza al occidental sin
contemplaciones; crea devotos o detractores con la misma fuerza.
En occidente se
viven tiempos de glorioso hedonismo, de evasión del dolor y búsqueda de un
placer cotidiano. En la India, por el contrario, se entremezclan cotidianamente
un extremo sufrimiento exterior con una templada e inmanente espiritualidad que
lo envuelve todo. Sistema de castas, machismo milenario, pobreza infrahumana,
corrupción institucional, polución suburbana, conviven con yoghis, ashrams (1), gurús, iluminados, higiene y abluciones. Con estas variables es imposible
permanecer indiferente a la idiosincrasia India que transforma el viaje (con
mayúsculas) en una experiencia sin precedentes. A pesar de ello la India puede
ser lo que uno desee que sea. Ya en el año 1968, cuando los Beatles visitaron
Rishikesh interesados en la búsqueda de la libertad personal, cultural y sexual
a través de las drogas, se encontraron con la oportunidad de utilizar la imagen
de ese país en post de sus intereses de expansión discográfica. También los
colonizadores holandeses, alemanes, portugueses, ingleses o chinos que viajaron
hasta la India atraídos por especias, sedas, plata, oro, piedras preciosas,
arribaron con una intención predeterminada.
Delhi |
Aunque los Beatles
no explotaron ni expoliaron recursos naturales, ni esclavizaron a la población
autóctona, sí crearon una falsa y nebulósica imagen de un país que incluso el
músico indio Ravi Shankar les llegó a reprochar directamente. Si una imagen
debe quedar clara de la India, es que no posee una imagen clara, porque, tal y
como reza un dicho popular, en la India “sab kuch milega”, en la India “todo es
posible”. La India es pura contradicción, puro cambio, puro movimiento y, a la
vez, permanencia de tradiciones milenarias. Un cajón de sastre donde el indio
es el primer viajero de su tierra, danzante, místico peregrino de trenes, de
autobuses, de caminos de tierra y barro. Y ese movimiento se contagia. Deseas
no detener tu viaje, comer en las estaciones tortas de huevo y leche, beber
chai o café de los puestos ambulantes y, sobre todo, compartir esos manjares en
buena conversación con Rama, que es hindú, o con Alara que es budista, o con
Agmed que es musulmán, o con Anthony que es cristiano. Rama te explicará su
peregrinación cada doce años a Allahbad en el cruce de los ríos Yamuna y
Ganges, con puja (2) incluida; Alara narrará su viaje a las grutas de Adjanta y la emoción de
contemplar este místico paraje lunar, refugio de monjes budistas hasta el siglo
II a.C.; Agmed de Pune, te comentará, con la boca llena, su viaje a la casa de
su hermano en Allepey y la visita a la Jami Masjid, la mezquita del pueblo, que
sólo los oriundos conocen y que no sale en guía turística alguna, pero donde él
acudía a rezar diariamente. Anthony, de 51 años, que es muy pobre, te relatará
su viaje a pie de 140 km desde de Puram (Pondicheri) a Bangalore;
contará como llegó a la ciudad justo el día de la catástrofe del Tsunami
–comerás con Anthony en un puesto callejero y le pagarás un billete de tren a
su pueblo cercano a Pondicheri para que consiga un nuevo trabajo y pueda
mandarle dinero a los suyos. Te emocionarás en las despedidas, día tras día,
persona tras persona, ciudad tras ciudad.
"Saludo Gurú" |
La India te
transformará irremediablemente, no sólo en el viaje, sino con los viajes que te
narrararán los viajeros con los que te vas encontrando. La India, en este
sentido, es el lugar por antonomasia del viaje iniciático. Allí uno se
convierte en el aprendiz de héroe, en el Ulises que deberá enfrentarse en su
Odisea a todo tipo de dificultades con las que acaba reconociendo sus fuerzas,
su valía y, quizás, el papel a desempeñar dentro del mundo. Así se estructura
sintéticamente el rito de iniciación, un arquetipo de muerte y resurrección simbólica,
en la que el individuo pasa de una etapa de la vida a la siguiente. Así es la
iniciación de la mayoría de los místicos, hombres que abandonan su hogar,
familia y pertenencias materiales para encontrar el “sentido de la existencia”
en un errante viaje ascético. Esa fue la historia de Gautama Siddharta, llamado
honoríficamente Buda, el iluminado, el despierto, quien rompió
con las antiguas costumbres védicas del siglo VI a.C, abandonando la casa
paterna y dedicándose al ascetismo errante decidido a conquistar la meta última
del nirvana, accesible a todos sin distinción de sexo ni casta. También
Vardhamana, conocido como jina, el vencedor –de ahí deriva el término
jainismo–, dejó la vida conyugal, logrando la omnisciencia con la ascesis
severa que predicó de manera itinerante hasta su muerte. Esta es, así mismo, la
historia de Jesús de Nazaret quien, según antiguos textos sánscritos, llegó
también a la India para iniciarse espiritualmente.
Ese mismo viaje de
iniciación se sigue viviendo hoy en la India moderna. Nada más ver a los Saddhus, hombres santos de largas barbas
que vagan de pueblo en pueblo sin más pertenencias que sus humildes ropas y
amuletos, focos errantes de energía, seres enormemente respetados por la
comunidad que los acoge. Es emocionante acercarse a un “verdadero” Saddhu –también hay mucho buscavidas-,
estrecharle la mano, mirarle fijamente a los ojos y sentir una paz conmovedora.
Pero el viaje de los viajes en la India surge, sin duda, en Varanasi (antigua
Benarés). Allí se vive el viaje de la muerte, el viaje hindú por excelencia.
Según la tradición, para alcanzar la liberación y la reencarnación en la próxima
vida, no deben pasar más de tres horas desde el “último suspiro” hasta la
incineración a orillas del Ganges. Varanasi es, por esta razón, ciudad de
moribundos, a cada minuto puede verse dirigiéndose al río a una apresurada
comitiva fúnebre. En el ritual frente los ghats (3) no
hay demostraciones de dolor o alegría, las incineraciones se suceden en el más
estricto abandono de emociones exacerbadas. Este viaje o tránsito forma parte
de un proceso culturalmente aceptado, aunque para costearse el ritual hay que ser
rico o pertenecer a una casta superior (que es lo mismo), ya que no todo el
mundo puede pagarse para la incineración los 300 kilos de madera necesarios.
Como siempre todos los viajes son caros y los pobres, por supuesto, quedan
excluidos.
Benarés |
En este ensamble de contradicciones, en la India también se puede
viajar encontrando una muerte inesperada. Johansen, un holandés de 24 años, me
narró la siguiente historia. Viajaba en un autobús de Khajuraho a Satna. Como
en todas las carreteras indias, el conductor debía de ir sorteando los
diferentes animales que se encontraba en el camino. Bocinazos, frenazos,
acelerones, empujones aderezaban el viaje en un autobús atestado de gente.
Johansen era el único occidental de abordo, extraña novedad de cabellos rubios
y piel blanquecina ante los curiosos ojos indios. Durante el trayecto un
estruendoso ruido detiene el autobús de golpe. Johansen comprueba, mirando por
la ventanilla, que han atropellado a una vaca, el animal sagrado por
excelencia, el nandi de Shiva yace en
la carretera en medio de un charco de sangre. Tras un inquietante silencio, el
conductor decide, sin pensárselo dos veces, abrir la puerta y salir corriendo.
Enseguida todos los viajeros salen tras él persiguiéndolo campo a través.
Johansen queda solo a bordo, boquiabierto, contemplando como el conductor y la
exacerbada multitud que va a lincharlo se pierden tras un montículo. Abandonado
en aquella carretera durante más de dos horas, Johansen no tuvo más remedio que
dejar el autobús y “hacer dedo”.
La India, país de
fórmulas rígidas, flexiblemente iluminado, es lugar de idílicos sueños y
horrendas pesadillas. Vida y muerte se entremezclan en un crisol de
contradicciones y el viaje adquiere, al mismo tiempo, cariz de heroico mito e
insignificante anécdota. Allí el trance de sensaciones que empapan al neófito
convertirá su búsqueda en una experiencia irrepetible. Los libros y manuales
que haya leído o consultado previamente desmerecerán, sin lugar a dudas, el
aprendizaje in situ. La sensación más fuerte que permanece tras la vuelta a
casa es que en la India, país en continuo cambio, se vive el presente sin
paliativos. En occidente estamos demasiado preocupados en hacer planes mientras
la vida nos pasa por delante sin darnos cuenta. En la India la vida es un viaje
al presente de cuerpo presente, contemplado con la mirada de quien cruza un
monótono campo verde, rojo o amarillo, sintiendo, al igual que el río de
Heráclito, que es a cada instante diferente aunque siempre el mismo.
David Blanco, cineasta
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